Durante años escribí sobre amores que no fueron o que se desvanecieron antes de comenzar. Lo hice cuando aún era adolescente, en hojas sueltas que escondía entre cuadernos, como si escribir fuera una forma de ordenar el vacío. Soñaba con relaciones que no existieron, con promesas que no se cumplieron. Y en medio de esa confusión, cuando sentía que el amor no era un lugar seguro, apareció el fútbol. O tal vez fui yo quien lo encontró como refugio.
El fútbol chileno ya no era el mismo. A comienzos de los 2000, el nivel bajó, el espectáculo se apagó, y el barrio también dejó de sonar los fines de semana. Fue entonces cuando, por casualidad, conocí al Manchester United. No sabía que habían ganado el triplete hacía poco, ni conocía a Ferguson, ni el peso de Old Trafford. Solo vi cómo jugaban y me enamoré de su estilo. Algo había en ese equipo que hacía que todo lo demás pasara a segundo plano. Era ritmo, era fuerza, era belleza. Era, en ese momento, todo lo que yo esperaba del amor.
Y me quedé. A pesar de las derrotas, de los cambios, de los años difíciles. Porque si el amor decepcionaba, al menos el equipo estaba ahí. Sin importar el resultado, el fútbol nunca me dijo que no.
Hasta hoy.
Michael Carney ha ocupado el mismo asiento en Old Trafford desde 1945. Lo ha visto todo: desde la reconstrucción del campo tras la guerra hasta la gloria europea. Y ahora, con la llegada de un nuevo estadio, le han pedido que renuncie a su lugar
Hoy leí la historia de Michael Carney, un hincha del United que ha ocupado el mismo asiento en Old Trafford por 74 años. 74. Desde 1945. Lo ha visto todo: desde la reconstrucción del estadio tras la guerra, hasta la gloria europea, los goles imposibles, los entrenadores que se fueron. Y ahora, con la llegada de un nuevo estadio, le han pedido que renuncie a su lugar. No hay espacio para él en el futuro del club.
Y no puedo evitar pensar: ¿qué pasa si el fútbol también nos rompe el corazón?
Uno, como hincha, puede aguantar muchas cosas: la llegada del VAR, decisiones arbitrales dudosas, injusticias dentro y fuera de la cancha. Incluso los malos resultados. Uno aprende a resistir, a ir igual al estadio, a gritar igual frente a la pantalla. Pero el desamor… eso es distinto. El desamor no se aguanta. El desamor no se negocia.
¿Y si un día el fútbol nos dice que necesita un tiempo? ¿Si empieza a hablarnos con frases que ya escuchamos antes, en otras despedidas?
“No eres tú, soy yo (el dueño)”, “Estoy en otra etapa (de construcción)”, “Necesito (ese) espacio”.
¿Y si el estadio, ese que sentíamos como casa, nos deja la llave en la mano y cierra la puerta por dentro?
Porque este hincha, como muchos, seguramente también buscó en el fútbol una forma de sostenerse. Tal vez perdió cosas en la vida, pero el United siempre fue su lugar seguro. Y justo ahora, cuando más lo necesita, cuando su cuerpo ya no corre, pero su alma sigue fiel, lo dejan fuera. Como si la historia no valiera.
Cuando el fútbol deja fuera a quienes le dieron sentido, no solo se pierde un hincha. Se pierde una historia. Se pierde un refugio. Se pierde un amor
Nos gusta pensar que el fútbol es otra cosa. Que es lealtad, comunidad, sentido de pertenencia. Pero cuando los estadios se transforman en centros comerciales, cuando los asientos se vuelven parte de una estrategia de marketing, algo se rompe. No solo en la tribuna. En nosotros.
Yo, que escribía de amores que se iban, creía que el fútbol no podía fallarme. Que sería el único lugar al que siempre podría volver.
Pero ¿qué pasa si el fútbol también te dice que ya no hay espacio?
Tal vez lo único que nos queda es el recuerdo. Esa vez que grité un gol como si me fuera la vida, esa noche en que remontamos y pensé que aún valía la pena creer. Eso no lo pueden quitar.
Pero cuando el fútbol deja fuera a quienes le dieron sentido, no solo se pierde un hincha. Se pierde una historia. Se pierde un refugio. Se pierde un amor.