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Eurocopa de Escritores en Berlín

Antonio Agredano vivió desde la portería de España la Eurocopa de escritores disputada en Berlín. Un relato sobre ganar, perder y el fútbol como promesa de inmortalidad

Dejé mis guantes en Berlín, sobre el techado del banquillo, para que el sol los desintegre. O los encuentre algún niño. O el encargado del mantenimiento del campo los tire a la basura. Ya me da igual. Fui incapaz de tirarlos yo mismo a un contenedor. Los dejé allí, a su suerte, como a su suerte están los balones divididos y el desempeño de los músculos a cierta edad. 

Ha pasado una semana desde la final y aún me duelen las piernas y me palpitan las desolladuras. Escucho la canción El bombón de Los Palmeras. La ponía Nacho Carretero en el vestuario. Mis hijos la bailan ahora y canturrean en el salón. El otro día ganó España a Croacia en la Eurocopa. En la otra Eurocopa. La importante la jugué yo.

No recuerdo cuándo dejé el fútbol. No recuerdo mi último partido con mi club, con mi ficha, en aquellos larguísimos campos de albero. Bajo una portería tan alta como la de Brandemburgo. Luego sólo me quedó el consuelo de las pachangas y de la Cruzcampo. Los petos fluorescentes. El ejército improvisado. 

El bótox, el fútbol, el cáliz sagrado. Todos son lo mismo: una promesa de inmortalidad. Una lucha contra el tiempo. No hay otro tema en esta vida: la muerte y su venida desapasionada. Estando en Berlín, murió Álvaro, un vecino muy querido. Y un buen amigo, Salva, anunció que tenía cáncer y que pronto empezaría su quimioterapia. Juego al fútbol para abrazarme a la niñez. Para abrazarme a ella de una forma burda e incómoda, casi ridícula. Pero no quiero que la gente se vaya. No quiero dejar de perseguir un balón. No quiero que los días me sepulten. El fútbol es el perrito que empieza a ladrar y a escarbar al olerme bajo los escombros. 

Empatamos contra Inglaterra en el primer partido. Jugué la segunda mitad. Íbamos cómodos, pero me tragué un gol. Un balón largo, bombeado, al centro. Me quedé parado. Quise salir pero me congelé. Sentí rabia. Me intentaron consolar los compañeros pero soy inmune al cariño. Me fui al hotel en el metro, evitando mi reflejo en los cristales. Me escribió el entrenador, Pedro Zuazua, casi a medianoche. «¿Cómo estás?». 

 

No quiero dejar de perseguir un balón. No quiero que los días me sepulten. El fútbol es el perrito que empieza a ladrar y a escarbar al olerme bajo los escombros

 

Fallar es parte del juego, pero jugar no justifica los fallos. Al día siguiente, en el vestuario, me aplaudieron los compañeros para animarme. Nunca me gustó ser consolado. Me zafo rápido, como una bestia arisca. El vestuario hizo lo que tenía que hacer. Yo hubiera aplaudido a cualquier otro compañero. Los vestuarios tienen su propio lenguaje. Un lenguaje seco y gutural, un lenguaje antiguo y duro. No hay espacio para los grandes afectos. Nunca lo noté así. Nunca hice amigos en mis equipos de fútbol. Además, los porteros tienen la obligación de odiarse. Me sentí arropado, pero yo sólo quería ponerme los guantes y volver al césped y demostrar que merecía estar allí.

Ganamos a Austria cómodamente. Tenemos a Elá, a Córcoles, a Chema. Yo los veo de lejos. No entiendo sus regates ni sé nada de sus desmarques. Me sentía seguro mirando a mis defensas. Lolo es fiable, serio, rápido. Marañón es duro, infatigable. Pablo es poeta. Pablo García Casado. Con 18 años me apunté a un taller de escritura creativa y él era mi maestro. Con él aprendí a escribir escuchando a Sonic Youth. Me enseñó qué era el correlato objetivo. Traduje poesía de A.R. Ammons. Me sentí libre. Sin él, yo no hubiera hecho nada de lo que he hecho. Y además, he jugado mucho al fútbol con él.

Él siempre de central, yo siempre de portero. «Mono», me grita. Y salgo como un resorte. Es contundente, marrullero, se aprovecha de su físico. Juega mucho sin balón. Compartimos habitación en el hotel NH. «Agre, estoy feliz», me dijo en la víspera de la final. Y no supe qué contestarle. Simplemente dejé que el sueño me venciera. La felicidad, a nuestra edad, es un gol sin merecimiento. Un rebote, un error del portero, un cabezazo desesperado. Una hermosa injusticia.

Ganamos a Alemania el tercer partido de nuestro grupo. 1 a 0. Era el primer partido que jugaba en mi vida sobre césped natural. El balón hacía extraños. Grijelmo, el otro portero, se golpeó la cabeza contra un poste. No hay meta que no haya tenido pesadillas con algo así. Ganamos y cantamos en el vestuario. Carmen, Olga, Gabi, Paco… no sé… abrazados, exultantes, jóvenes. Ridículamente jóvenes. 

Esa noche había un acto cultural. Fui y vine andando. Berlín me pareció una ciudad preciosa, dulce, amplia. La había soñado muchas veces. Si supiera alemán, me hubiera metido en todas las conversaciones. Tuve una enorme curiosidad por todo. Por cada persona con la que me cruzaba. Todo me parecía amigable. En cada mirada una bienvenida.

Las noches son negrísimas. Pocas farolas, amarillentas. Llevaba música. Samuel Truth saltó en mi Spotify. Su canción Lights Off. Reí solo por la casualidad. Y luego el bajo de Tuxedomoon y su Toreador del amor. ¿Y si ganamos la Eurocopa? 

Ganamos bien a Francia. No me manché. El vestuario estaba encendido. Luego perdimos contra Alemania. Para que alguien pueda decir: «Las finales no se juegan, se ganan», otros tienen que perderlas. Siempre me ha parecido que la épica la escriben los perdederos. Ganar es una prosa empantanada. Ganar está lleno de tachones y notas a pie de página. No pudimos ganar. No paré el penalti. El delantero me marcó claramente la dirección y le creí. El dos a cero nos pilló casi en la ducha. 

Me canso de escribir esto. Yo querría volver a ese vestuario. Qué interés pueden tener estas teclas comparadas con el sudor en la camiseta y la sangre en las rodillas y los abrazos a mis compañeros y la mirada desesperada de un delantero francés. Qué interés pueden tener estas palabras comparadas con el choque de dos tibias y el agua caliente en la banda y los guantes en alto tras el gol de Marsol.

Escribir, qué consuelo, habiendo sido futbolista durante toda mi vida. Siendo mi vida un campo de 105 metros de largo, 70 metros de ancho y tres inolvidables días de profundidad.

 


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Fotografía de Antonio Agredano.